La gestión de la distribución eléctrica y la configuración metropolitana en Buenos Aires de 1960 a 2001

La gestión de la distribución eléctrica y la configuración metropolitana en Buenos Aires

La energía eléctrica constituye el servicio urbano más relevante, en la medida que el resto de los servicios que permiten el funcionamiento de la ciudad lo necesitan a su vez para operar. En las ciudades actuales es el servicio de los servicios. Su relevancia es clave tanto para las actividades económicas, y la productividad de la ciudad como un todo, cuanto para las familias y su reproducción.

No es este el lugar de definiciones teóricas, solamente presentaremos los conceptos centrales que estructuran la ponencia.

El servicio eléctrico, como otros, tienen una importancia fundamental a nivel metropolitano en relación a dos dimensiones: la configuración de los lugares que quedan territorialmente integrados y la incorporación de la población (y así a la ciudad en forma más plena y, como consecuencia, a la sociedad). El resultado final de integración/exclusión del servicio depende de un conjunto de decisiones, algunas históricas otras actuales que se concretan en dos aspectos principales: normas o regulaciones y obras.

 

Introducción

La perspectiva de la integración al servicio (y de su otra cara, la exclusión) es el punto de partida para percibir cómo se construye una ciudad metropolitana.

Las normas tienden a organizarse en unidades de significación que llamamos modelos de gestión y que son el resultado de una particular dinámica entre diferentes actores que, con sus relaciones y decisiones, definen las condiciones del servicio (Pírez y Gamallo, 1994). Esas decisiones definen -históricamente- diferentes modelos de gestión que se estructuran en torno al predominio cambiante de intereses que dependen, en definitiva, de las relaciones de poder entre los actores (Pírez, 2000). En el período que analizamos (1960-2001), Buenos Aires muestra dos modelos de gestión de la distribución eléctrica con estructuras y resultados particulares (uno centralizado-estatal y el otro centralizado-privado). Para estudiar el proceso de integración/exclusión atenderemos a tres condiciones: territorial, institucional y económica. Esto significa que la población urbana puede quedar fuera del servicio por residir en zonas a las que no llega la red, o bien porque no tienen una inserción formal en la ciudad (suelo y vivienda) o porque no puede afrontar el costo de acceder y mantenerse en el servicio. Buscaremos en consecuencia, conocer la configuración territorial del servicio, por su cobertura metropolitana. Nos preguntaremos, además por la presencia de condiciones institucionales y económicas de exclusión, buscando la existencia, no solamente de población fuera de la red sino particularmente, dada las condiciones históricas de configuración del servicio en Buenos Aire, por la existencia de usuarios clandestinos, “colgados” de la red. Intentaremos analizar como cada uno de esos modelos, presentes en esta historia metropolitana de Buenos Aires, han “tratado” la situación de esa población y cual ha sido el principal resultado.

 

I. Los modelos de gestión del SDE: la gestión centralizada estatal (1960-1992) y la gestión centralizada privada (1993 en adelante).

 Como mencionamos, el servicio de distribución eléctrica (SDE) de la ciudad metropolitana de Buenos Aires muestra, entre 1960 y 2001, dos modelos de gestión diferenciados.

El primer modelo, centralizado-público, se configuró luego de la crisis de los servicios de gestión privada a partir de 1930 (desinversión, ineficacia, mala calidad y corrupción) en un momento de cambio del rol y la orientación del Estado (interventor e industrialista) y de debilidad de los gobiernos municipales para enfrentar la crisis y la nuevas tareas.

Luego de un largo proceso de negociaciones con las empresas privadas, en 1961, se creó Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA) como empresa del Estado bajo la forma de sociedad anónima. El modelo resultante es centralizado pues quedó a cargo del Gobierno Federal excluyendo a los municipios. Se reconoció la unidad territorial urbano-metropolitana, al revertir la desagregación del servicio en unidades locales. Pero significó la pérdida de la capacidad de intervención de los gobiernos locales con estrategias propias para la orientación del servicio.

El Estado y los usuarios como los actores principales, tienen sus relaciones reguladas legalmente. El Estado, en su nivel central, muestra tres caras: el Congreso que sanciona las normas más generales, las instituciones político-administrativas (Secretaría de Energía y sus diferentes áreas) y la empresa pública (SEGBA). Los roles asumidos resultan en cierta medida contrapuestos: garantizar la prestación del servicio y el acceso de toda la población, regular y el controlar, siendo propietario de la empresa productora del servicio. El usuario con un lugar también doble: usuario-consumidor frente a la empresa y usuario-ciudadano frente al aparato gubernamental.

El papel político de los usuarios, pese a su presencia como ciudadanos, se diluye: la relación se da en torno a un tema local, pero con el nivel central de gobierno. Esa centralización debilita el peso político del usuario que no tiene relaciones políticas directas con el organismo gubernamental.

Los aparatos estatales político-representativos quedan prácticamente excluidos de las relaciones del servicio, resultando un claro predominio técnico. Los usuarios tienen así una presencia mediada por definiciones de base técnica. Esto contribuyó a que la población percibiera el servicio como algo ajeno, separado de su vida cotidiana, con pocas posibilidades de modificarlo. Se dio así una despolitización en el sentido democrático y participativo, al alejarse la gestión de los ciudadanos, al tiempo que se escindía de los gobiernos locales.

Esas condiciones permitieron que organizaciones con capacidad de interlocución con los aparatos técnicos del estado y con la empresa, como los sindicatos o las empresas privadas vinculadas con la producción del servicio, tuvieran un papel clave, contribuyendo a redefinir el papel de la empresa.

El modelo, poco democrático y crecientemente tecnocrático, pese a ofrecer la posibilidad de acceder a la prestación del servicio como condición de integración a la ciudad (crecimiento de la cobertura, las tarifas aplicadas o clandestinidad “permitida”), no logró garantizar la continuidad de la gestión en políticas adecuadas, producción eficiente y control real, distanciándose del verdadero objetivo de la empresa – la satisfacción de las necesidades de los usuarios-.

A fines de los años 80, frente a una comprometida situación socio-económica, la necesidad de un cambio se manifestó con la Ley de Reforma del Estado (23.696) que estableció las reglas y procedimientos para la privatización, declarando la emergencia de los servicios públicos.

En agosto de 1992, se privatizó el servicio de energía eléctrica, configurándose un nuevo modelo de gestión, centralizado-privado: la responsabilidad estatal continuó en el nivel central mientras que la ejecución quedó a cargo de empresas capitalistas.

La energía eléctrica constituye el servicio urbano más relevante, en la medida que el resto de los servicios que permiten el funcionamiento de la ciudad lo necesitan a su vez para operar.

Este modelo es regulado por las leyes de privatización y de regulación del servicio privatizado, decretos reglamentarios, pliegos licitatorios, contratos resultantes de las licitaciones y resoluciones de los organismos de regulación y control.

El nuevo sistema social del servicio muestra tres actores: el Estado, la empresa privada y el usuario. El Estado en su nivel federal interviene por medio de distintos aparatos. El Congreso, que sanciona la ley de privatización y su régimen fundamental, los aparatos del Poder Ejecutivo encargados de la elaboración de políticas (Secretaría de Energía) y de regulación y control (Ente Nacional Regulador de Energía). La participación del gobierno federal actualiza, con marcado predominio técnico, la lógica del poder. Tres empresas se hicieron cargo del servicio de SEGBA por la compra de sus activos. Tal pluralidad es de base territorial, pues las empresas se distribuyeron en diferentes zonas del área de cobertura: EDELAP, en el Area Metropolitana de la Plata, y en el Area Metropolitana de Buenos Aires EDENOR Y EDESUR. Las empresas se desenvuelven bajo la lógica de la ganancia y su importancia económica las coloca en una posición de fuerza frente a los organismos estatales. El usuario canaliza su necesidad como cliente contractual frente a las empresas y usuario-ciudadano frente a los aparatos estatales. Su relación con el gobierno está mediada: es una cuestión local en relación con el gobierno nacional, y, en tanto que no incluye a ningún actor político representativo, el usuario aparece únicamente como titular de derechos frente a las normas reguladoras y no como agente de intereses o necesidades.

El servicio de distribución de energía eléctrica es administrado como un bien de mercado. Su carácter público quedó asociado a la necesidad de regular a las empresas para garantizar la calidad y evitar comportamientos monopólicos. El servicio se transformó en mercadería a ser adquirida en el mercado.

El nuevo escenario ha significado un debilitamiento de la función pública, limitado a un rol de regulador de la asimétrica relación ciudadano (devenido en cliente) – empresa privada. Sin embargo, la transición de la gestión estatal en crisis, a la privada, significó un mejoramiento general en el servicio, basado en su calidad y en las condiciones de gestión.

 

Expansión metropolitana y cobertura territorial del SDE (1960-2000)

El análisis de la cobertura de la distribución eléctrica en el área de prestación de SEGBA desde los años sesenta hasta, luego de su privatización, a comienzos de los años 2000 permite conocer el incremento de la cobertura del servicio: crece la relación usuarios/población en forma sostenida durante las cuatro décadas que analizamos (Cuadro 1). Ello resulta de la dinámica de crecimiento de la población y la de los usuarios: en esas décadas la población total creció un 75%, de poco más de 7 millones a casi 13 millones; los usuarios más que se duplicaron (141%). de poco menos de 2 millones a 4,7 millones. Como vemos el crecimiento de estos últimos fue casi del doble que el de la población.

Cuadro 1- Usuarios y población total del área de la distribución eléctrica * Usuarios de 1964 y Población de 1960 ** Usuarios de 2000 y Población de 2001 Fuente: INDEC, Censos Nacionales de Población y Vivienda; Secretaría de Energía.

Cuadro 1 – Usuarios y población total del área de la distribución eléctrica * Usuarios de 1964 y Población de 1960 ** Usuarios de 2000 y Población de 2001 Fuente: INDEC, Censos Nacionales de Población y Vivienda; Secretaría de Energía.

 

La distribución eléctrica superó al crecimiento demográfico metropolitano. Mientras que al comienzo sólo poco más de una cuarta parte de la población era usuaria de la electricidad, al final lo es más de una tercera parte. Las diferencias en el crecimiento de la población y los usuarios muestran un aumento de los usuarios per cápita cercano al 40%.

Ese resultado esconde diferentes situaciones. En el comportamiento de los usuarios per cápita (Gráfico 1) encontramos tres momentos: incrementos crecientes desde el inicio de período hasta 1980; incrementos decrecientes en la década siguiente (1980-1991) y, otra vez, incrementos crecientes, aunque mucho menores, desde 1991. Parecería que la cobertura de electricidad metropolitana interrumpe en 1980 una tendencia de aumento y la recupera en 1991. Si atendemos a las otras curvas, podemos inferir que esos momentos son solamente dos: el primero de expansión de la cobertura por incremento de los usuarios del servicio y el segundo de disminución de esa expansión. El punto de inflexión estaría en 1980. Esta segunda interpretación toma en cuenta que el incremento de los usuarios por habitante luego de 1980 se debe a la fuerte disminución del crecimiento demográfico que compensa la baja en el crecimiento de los usuarios.

Crecimiento de los usuarios (1964-2000), de la población (1960-2001) y de los usuarios por habitante.

Gráfico 1 – Crecimiento de los usuarios (1964-2000), de la población (1960-2001) y de los usuarios por habitante.

 

Podemos concluir suponiendo que hasta 1980 el servicio de distribución eléctrica tuvo un impulso de cobertura superior al que se observa luego de esa fecha. En ese año habría comenzado lo que podemos considerar una detención del crecimiento, que se compensa con una caída mayor de la dinámica demográfica.

Ese corte puede considerarse como el efecto del paso de una orientación que, de manera simplificada, podemos llamar de desarrollo a otra, imperante desde mediados de la década de 1970, de desindustrialización y ajuste. También debe recordarse el deterioro que en esos años sufren las empresas estatales.

La importancia de ese quiebre en 1980 se percibe si se calcula el número de usuarios que hubieran existido en 1991 y en 2001 de haberse mantenido un crecimiento similar al de la década 1970-80. En el 1991los usuarios habrían sino un 9,22% más de los que fueron y los usuarios por habitante un 12% más de lo que llegaron a ser. En 2001 los usuarios hubiese sido un 21,74% mayores y los usuarios per cápita un 20,6% más de lo que fueron.

Pese a que esas décadas incluyen dos modelos de gestión, uno estatal (1960-91) y otro privado (1991-2001), no se percibe una diferencia relevante en sus efectos en la cobertura del servicio.

La información que mencionamos se enriquece si se tiene en cuenta que el área de distribución de la energía eléctrica es un territorio diferenciado en términos socio económicos (Ver: Escolar y Pírez, 2001; Pírez, 1994; Pírez, 2001). Sobre la base de una clasificación convencional de los territorios internos de Buenos Aires metropolitana (Pírez, 1994) es posible identificar las siguientes tres zonas: a) El centro metropolitano, Capital Federal o ciudad de Buenos Aires. b) Tres coronas metropolitanas sucesivas que integran lo que se conoce como el Gran Buenos Aires. La primera y segunda coronas componen junto con la Capital Federal el Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). La tercera corona incluye municipios que podemos considerar como parte de la Región Metropolitana de Buenos Aires (RMBA) (Pírez, 1994). c) El Area Metropolitana de La Plata (AMLP) conformada por la capital de la provincia de Buenos Aires (ciudad de La Plata) y otros cuatro municipios.

El proceso histórico de metropolización, caracterizado por el creciente deterioro de la economía nacional y metropolitana, de la capacidad estatal y el empobrecimiento de la sociedad, dio lugar a un área metropolitana cuya calidad disminuye y cuya pobreza aumenta, a medida que se aleja del centro (la CF) (Pírez, 1994; Pírez, 1999). Se recortan claramente tres situaciones de menor a mayor incidencia de la pobreza: la Capital Federal, con un mínimo; la Primera Corona y el Area Metropolitana de la Plata, en segundo lugar, y, por último, la Segunda y Tercera Coronas.

Si analizamos los datos en esas zonas (Gráfico 2), observamos un proceso de expansión territorial: se incrementa la cantidad de usuarios por habitante en toda el área y en todas sus zonas. El servicio sigue al proceso de crecimiento de la población y las actividades, sigue a la dinámica metropolitana global. El punto inicial (1960) muestra una distribución relativamente homogénea, salvo por la baja participación de la tercera corona. Ese menor registro está asociado a que en esos años ese conjunto de municipios era un área rural “perimetropolitana”. En las cuatro décadas analizadas la homogeneidad inicial tiende a desaparecer a la vez que la tercera corona deja de estar solitariamente lejos del resto. La homogeneidad se pierde, fundamentalmente, por la diferenciación de la Capital Federal y del AMLP como zonas con mayor participación relativa de usuarios. La CF se separa del resto desde el segundo momento (1970), mostrando una clara tendencia a la concentración de la distribución eléctrica. Se trata de una evidente mayor intensidad del servicio de distribución eléctrica (mayor participación y sostenida diferencia). El AMLP comienza a diferenciarse desde 1980 y lo hace en las tres últimas décadas en forma cada vez más firme, de modo que entre 1991 y 2001 muestra un salto en su participación. El resultado es la conformación de tres situaciones: la CF caracterizada por la concentración de usuarios por habitante, una situación intermedia integrada por la 1ª Corona y el AMLP (aunque en el último año ésta se separa de la anterior y se acerca a la CF), y por último, la 2ª y 3ª Coronas, relativamente estables, con pequeños incrementos en la proporción de usuarios por habitante. Se reproduce la significación socioeconómica de las zonas del área territorial de distribución: a mayor pobreza (mayor distancia del centro metropolitano) menor cobertura de la distribución eléctrica por habitante.

La significación de la información anterior se percibe mejor si se conocen las dinámicas de crecimiento de la población y de los usuarios en el área de distribución y en cada una de las zonas que la integran. El Gráfico 3 con información para todo el período (1960-2001) muestra la razón del aumento de la cobertura: la tasa de crecimiento de los usuarios casi duplicó a la de la población. Esto sucedió en todas las zonas salvo en la segunda corona donde, si bien fue mayor no llegó a doblarlo y en la Capital Federal donde, por la disminución de la población, esa diferencia fue superior.

El modelo, poco democrático y crecientemente tecnocrático, pese a ofrecer la posibilidad de acceder a la prestación del servicio como condición de integración a la ciudad.

Esa información muestra también una particular “atención” a la Tercera y la Segunda Coronas por parte del servicio: allí están los mayores, incrementos de usuarios. Más allá de esa relativa analogía, lo que puede colegirse es una muy especial aplicación a la Tercera Corona: aquí los usuarios prácticamente se multiplican por diez, aumentando seis veces más que el crecimiento de los usuarios de toda el área de prestación, para lograr mantener una relación entre crecimiento de usuarios y de población análoga a la de dicha área. En este contexto, es limitado el crecimiento de los usuarios en la Primera Corona y en el AMLP, aunque se combina con un también bajo incremento demográfico.

La información que mencionamos permite suponer que en los cuarenta años analizados el aumento de la oferta de distribución eléctrica se orientó hacia las zonas de expansión metropolitana. Sin embargo, es notable también la fuerte diferenciación de la cobertura en el territorio metropolitano, fundamentalmente por la concentración en la Capital Federal.

Es posible identificar algunos territorios donde la probabilidad de estar fuera de la red de distribución eléctrica es relativamente alta: la segunda y tercera coronas metropolitanas. La población que reside allí tenía en 2000-2001 una probabilidad a estar excluía del servicio casi del doble de la que residía en la Capital Federal.

El análisis anterior puede ser complementado para los años de 1980 y 1991 con los datos, incorporados en los censos respectivos, sobre la proporción de población vinculada con la red pública de electricidad. Debemos marcar una diferencia: los datos sobre usuarios identifican a quienes se encuentran vinculados formalmente con el servicio, mientras que la información censal muestra a todos los que tienen energía eléctrica proveniente de la red pública, sean o no usuarios formales.

El Gráfico 4 muestra que en 1980 las cinco zonas metropolitanas se distribuyen en tres grupos, con diferencias no muy marcadas: Capital Federal y 1ª Corona (99,9% y 98,4% respectivamente), AMLA y 2ª Corona (95,4 y 94,8%) y 3ª Corona (86,2%).

Viviendas conectadas a la red publica de electricidad por zonas (1980 y 1991) en porcentaje.

Gráfico 4 – Viviendas conectadas a la red publica de electricidad por zonas (1980 y 1991) en porcentaje

 

Para 1991 las cinco zonas están prácticamente en un mismo tramo. Es notable el crecimiento de las viviendas conectadas a la red pública de electricidad, en especial, en la 3ª Corona.

Esta información parece contradecir la anterior. Sin embargo, se aclara si se introducir en el análisis el consumo clandestino: la cobertura mide también a las viviendas “colgadas” del servicio. Si volvemos al Gráfico 3, podemos ver que en las zonas de mayor peso de la pobreza el crecimiento de las viviendas conectadas a la red es superior. Es allí, además, como vimos, donde si bien el crecimiento fue espectacular, se encuentra la menor cobertura de usuario (formal) por habitante (Gráfico 2).

Con la información del Censo de 1991, que incluyó la conexión con la red eléctrica por tipo de vivienda, es posible vincular las dimensiones territoriales con las socioeconómicas, al suponer que la ocupación de los diferentes tipos de vivienda corresponde con distintos niveles socio económicos de la población.

El Gráfico 5 muestra la proporción de viviendas clasificadas según su categoría (casas A y B; departamentos; inquilinatos, hoteles y pensiones; y ranchos o casillas) que están conectadas a la red pública de energía en cada una de las zonas que analizamos. Las familias que habitan las viviendas de mayor jerarquía (casas A y departamentos), tienen una cobertura casi total en toda el área de prestación del servicio, con muy pequeña disminución en la 3ª Corona. Muy cerca de ellas se encuentran las familias que habitan en inquilinatos, hoteles o pensiones, aunque con cierta situación más desventajosa en la 1ª y 2ª coronas y en el AMLP. Es evidente que estos resultados relativamente análogos tienen una significación diferente. Los primeros casos se trata de población plenamente integrada, no sólo en el servicio, sino en la ciudad. La segunda situación indica una irregularidad muy particular: familias de bajos recursos o de situación laboral inestable e informal que no pueden insertarse en el mercado formal de vivienda y deben residir en inquilinatos (ya casi inexistentes) y sobre todo en lo que se ha dado en llamar pseudo hoteles (Pírez, 1994). Esa inserción habitacional y urbana “informal”, supone una vinculación relativamente plena con las infraestructuras y servicios de la ciudad, junto con una muy baja calidad de residencia (hacinamiento, limitación de servicios sanitarios internos, etc.). Pero sin duda, se trata de edificios conectados a la red de energía eléctrica.

Viviendas con servicio eléctrico según tipo de vivienda y zona territorial. Por cientos 1991

Gráfico 5 – Viviendas con servicio eléctrico según tipo de vivienda y zona territorial. Por cientos 1991

 

Las familias que residen en casas tipo B muestran una proporción de conexiones muy semejante a la de los otros tres tipos de vivienda en la Capital Federal, la 1ª y la 2ª coronas, mientras que su participación en la red pública de electricidad cae en la 3ª Corona y en el AMLP. Esas diferencias pueden deberse a una mayor posibilidad de conexiones clandestinas en los primeros lugares en donde esas casas forman en gran medida parte de las viviendas ocupadas clandestinamente, sobre todo en la Capital Federal.

Las familias que residen en la última categoría de vivienda (ranchos/casillas) integran las diferentes villas y asentamientos precarios de la ciudad metropolitana y su participación en la red pública es mucho menor. Es relevante observar que ese tipo habitacional tiene en la Capital Federal una participación en la red eléctrica muy cercana a la de las tres categorías mejor conectadas, y superior a la de las casas tipo B. Luego su participación es decreciente, salvo en la 2ª Corona, en donde ya hemos visto que en general los registros son mejores.

La información muestra una particular combinación de los elementos territoriales y económicos de la vinculación con la población. Es evidente que la población de menores ingresos, que habita en la vivienda de peor calidad tiene en la Capital Federal un acceso a las redes de energía eléctrica muy superior de quienes, en una situación habitacional semejante, residen en la periferia metropolitana. Se fortalece la conclusión anterior sobre la diferente probabilidad de acceder al servicio en las distintas zonas metropolitanas. No debe olvidarse, por otra parte, que en la Capital Federal esa población tiene un peso relativo muy inferior que en las zonas periféricas.

 

La gestión del SDE y la exclusión de la población metropolitana

Veamos a continuación la situación de la población formalmente excluida del servicio y su tratamiento en los dos modelos de gestión que estamos analizando.

 

El consumo clandestino en la gestión estatal

Las diferentes probabilidades de acceso que encontramos en el análisis territorial indican un primer nivel de configuración de la inclusión en el servicio: vivir en diferentes zonas dentro del área de metropolitana implica distintas probabilidades de acceder al mismo.

Esa dimensión territorial no es una condición neutra. No todos los que residen en una misma zona pueden aprovechar de igual manera esas probabilidades. Estas están calificadas por las dimensiones institucional y económica de la inclusión-exclusión. Quien quiere integrarse a la red de energía eléctrica y no estuviera territorialmente excluido debe, además, tener una inserción formal en la ciudad, sea como propietario, inquilino o alguna con otra forma legal de ocupación del suelo y la vivienda; y debe tener recursos económicos como para pagar los costos de acceso y de permanencia en el servicio.

Se vuelve relevante, en consecuencia, tratar de identificar en las zonas de prestación del servicio la existencia de población fuera de la red. Podemos introducir el tema diciendo que la energía llega a toda el área de prestación sin “mayores desajustes entre la oferta de transmisión y la demanda de electricidad”, aunque no ocurre de esa manera “en el caso de los numerosos asentamientos precarios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, donde el fluido eléctrico no llega, al menos de manera formal y mensurable” (CONAMBA, 1995:177. El énfasis es nuestro).

La población de los asentamientos precarios, por lo general, no accede en forma regular al servicio, sino que lo hace de manera “informal”: por medio de conexiones clandestinas, “colgadas” de las redes que pasan en las cercanías.

Es posible estimar esa población identificando los consumos informales y, por eso mismo, no mensurables. En este sentido puede suponerse que la menor relación usuarios/habitantes que se ha identificado en ciertas zonas, está vinculada, particularmente en los municipios con pocas actividades económicas, no solamente a la existencia de población no integrada a la red, sino también a población integrada informalmente.

Para concretar esta cuestión, sería útil conocer la distribución de la población que residía en “asentimientos precarios” en el área de prestación del servicio por parte de SEGBA. Desgraciadamente no es posible conocerla con precisión. Únicamente se cuenta con datos para el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), que como vimos no coincide exactamente con el territorio de prestación del servicio (Cuadro 2).

Para fines de los años sesenta existía a nivel metropolitano en torno a medio millón de personas viviendo en villas miseria. Es muy probable que esa cantidad se mantuviese y aún se incrementase hasta los últimos años de la década de 1970, cuando por la política de expulsión violenta de la dictadura militar, la población residentes en villas de la Capital Federal fue prácticamente eliminada (Pírez, 1994). Para comienzos de la década siguiente puede pensarse que en el AMBA unas 305 mil personas hanitaban en “villas miseria” de las cuales en la Capital Federal se encontraba menos del 5 por ciento (Pírez, 1994:22) Para entonces no solamente se trataba de villas miseria. A principios de los años ochenta comenzaron a producirse tomas de tierras públicas y privadas que dieron lugar a la formación de “asentamientos” (Izaguirre y Aristazabal, 1988). Luego de la recuperación institucional de 1983, se incrementó la población en condiciones de informalidad urbana en la Capital Federal. Aumentaron quienes residían en villas y se ocuparon casas abandonadas de propiedad pública o privada. Para 1991 se estima que unas ciento setenta mil personas habitaban en esas casas tomadas (Jaifetz y Rodríguez, 1993).

Más allá de esa relativa analogía, lo que puede colegirse es una muy especial aplicación a la Tercera Corona: aquí los usuarios prácticamente se multiplican por diez, aumentando seis veces más que el crecimiento de los usuarios de toda el área de prestación, para lograr mantener una relación entre crecimiento de usuarios y de población análoga a la de dicha área.

Volvamos al consumo no “formal y mensurable” de la electricidad que en gran medida está indicando la existencia de población “formalmente” excluida del servicio pero informalmente conectada. Ese consumo aparece como “pérdida” de energía. Esa pérdida, definida por la diferencia entre la medición de la energía distribuida y la de aquella que es efectivamente facturada, puede deberse a dos causas fundamentales: condiciones técnicas que suelen depender de la calidad y extensión de las redes de distribución o existencia de consumos clandestinos.

La gestión estatal de la distribución eléctrica se caracterizó por una importante y creciente cantidad de energía consumida y no cobrada.

La información sobre las pérdidas indica que en los años setenta oscilaron entre el 13 y el 14 por ciento, en los años ochenta, particularmente desde 1982, crecieron de manera constante llegando, a fines de esos años, al 23 por ciento (Gráfico 6). Este crecimiento es consistente con la disminución del crecimiento de los usuarios, como vimos.

Preguntémonos ahora por la composición de esas pérdidas. Al parecer, para los últimos años de la serie que analizamos (Gráfico 6), las pérdidas totales tenían un componente técnico poco menor al 10% (Martín y Ramati, 1991: 118). Esto significa que el resto, en torno al 13 % (un 56.5% de las pérdidas), correspondía a pérdidas “no técnicas”, es decir, consumos no facturados (obviamente tampoco pagados).

Es posible discriminar esa información de manera más precisa. Tomamos para ello un trabajo realizado dentro de una de las distribuidoras privadas (Comina, 2001), según el cual, para un porcentaje de pérdidas totales del 30 por ciento en 1992, serían “no técnicas” el 19,5% (el 65% del total). Estas últimas se integrarían en un 8,5% de pérdidas por fraude por “conexión directa”, un 5% de fraude por manipulación (de medidores e instalaciones), 4% de anomalías comerciales y 2% de anomalías técnicas (Ibídem). En ese cálculo, el 28% de las pérdidas totales se debería a situaciones de fraude por conexión directa. Estas, a su vez, se integrarían por dos situaciones diferentes: usuarios “clandestinos”, que “nunca han sido clientes y desde su inicio se han autoconectado” y “clientes cortados por morosidad, es:

SEGBA: Pérdidas de electricidad totales promedio móvil 12 meses (1973-1989)

Gráfico 6 – SEGBA: Pérdidas de electricidad totales promedio móvil 12 meses (1973-1989)

 

es decir, que no pagan sus facturas y se autoconectan” (Ibídem). Esas dos categorías incluirían: la primera a excluidos institucionales y económicos que no logran acceder al servicio, y la segunda a excluidos económicos que habiendo accedido no logran mantenerse en él. En ambos casos, la población que está o queda fuera de la distribución formal, se conecta clandestinamente, se “cuelga” ya que, como dice el documento que mencionamos, “hoy en día no se comprende un habitante de una ciudad sin electricidad” (Ibídem).

Acabamos de decir que las categorías mencionadas “incluirían” a los excluidos institucionales y económicos. El uso del potencial se debe a que, como veremos, se encontraban en esa situación, además de población de bajos recursos, muchos residentes pudientes. En relación a esto, el Interventor de SEGBA en 1989 declara que las pérdidas no técnicas se distribuían, según el tipo de usuario responsable, de la siguiente manera: un 5% eran grandes y medianos clientes industriales y comerciales; un 4% pequeños comercios e industrias y zonas residenciales; un 3% usuarios clandestinos en barrios carentes; y un 1% a otras situaciones como alumbrado público y otras (La Nación, 9/10/89).

En definitiva, entre quienes se apropian de manera ilegal la energía, pueden identificarse dos grupos: a) los habitantes de áreas precarias (villas de emergencia, asentamientos, barrios carenciados) que están fuera del servicio formal por diversas razones, como imposibilidades técnicas para conectar la red con las viviendas por falta de urbanización, por ausencia de titularidad formal sobre el suelo urbano o por falta directa de recursos para pagar sus costos; y b) quienes están asentados en formal legal, en áreas urbanizadas y cuentan con recursos para ingresar y mantenerse en el sistema eléctrico, sean familias o empresas que por diferentes formas eluden el pago total o parcial de la energía que consumen.

El Cuadro 3 discrimina esos casos, mostrando la importancia del consumo clandestino de residentes de medios y altos ingresos y de actividades económicas, mucho de ellos con altos consumos(Clarín, 18-1-93). Si bien la presencia de consumidores clandestinos de sectores de bajos recursos es importante, no es de ninguna manera determinante en las pérdidas no técnicas. Lo dice, también, ese Interventor de SEGBA: “La magnitud del hurto de energía en zonas carentes, especialmente en las villas de emergencia del conurbano, no tiene una incidencia importante en el monto global de la pérdida” (La Nación, 09/10/89).

Cuadro 3 - Pérdida anual del servicio eléctrico por consumo clandestino, según condición del consumidor, 1992. (En millones de pesos) -  Fuente: Elaboración propia con datos de Clarín, 18/01/ 1993

Cuadro 3 – Pérdida anual del servicio eléctrico por consumo clandestino, según condición del consumidor, 1992. (En millones de pesos) –  Fuente: Elaboración propia con datos de Clarín, 18/01/ 1993

 

En ese marco, debe diferenciarse la situación de la Capital Federal, donde habría un número mucho menor de usuarios clandestinos, alrededor del 3% del total. Esa diferencia se debería a la menor cantidad de población en condiciones precarias, en particular a la limitada cantidad de población en villas, pero también estaría asociada a que en la Capital Federal, a diferencia del Gran Buenos Aires, el tendido de los cables es subterráneo.

Aunque en términos económicos el consumo clandestino de la población de bajos ingresos es solamente una tercera parte del total (Cuadro 3), su número será seguramente muy superior, ya que entre las dos terceras partes del consumo se encuentran, como vimos, a grandes consumidores de electricidad.

Debemos preguntarnos qué significa esa cantidad de pobladores excluidos institucional y/o económicamente de la distribución eléctrica. Esa pregunta tiene dos respuestas complementarias. Una hace referencia a la gestión del servicio y la otra a las condiciones de la gestión urbana.

Desde la gestión urbana, esa realidad indica un proceso de urbanización “descontrolado”: asienta importantes cantidades de población en condiciones precarias. No existen opciones de calidad urbana para la población de bajos recursos, en particular en términos de suelo, vivienda y las principales infraestructuras. La falta de energía eléctrica no era la principal carencia urbana, muy superior fue en esos años la ausencia de cobertura de las redes de saneamiento. En tal sentido, cuando SEGBA llegaba a un asentamiento precario de la periferia metropolitana de Buenos Aires, era común que ya estuviera “conectado directamente a las redes de baja tensión que abastecen las zonas vecinas.” (Guigo, 1992, pág. 197), ya que un “número importante de clientes potenciales de SEGBA, radicados en barrios dotados de infraestructura eléctrica, no están registrados por la empresa, y se encuentran “colgados” (Ibíd.).

Para 1991 las cinco zonas están prácticamente en un mismo tramo. Es notable el crecimiento de las viviendas conectadas a la red pública de electricidad, en especial, en la 3ª Corona.

A mediados de los años setenta era ya muy importante la cantidad de población de bajos recursos vinculada clandestinamente con el servicio. El Banco Mundial estimó que 250 mil personas que habitaban 70 mil viviendas en 110 villas miseria estaban “colgadas” de la red de distribución eléctrica. Además, en desarrollos de viviendas de bajo costo, habría unas 25000 unidades sin servicio legal. Si consideramos ambos casos en forma integrada, puede calcularse que existía en total unas 95.000 viviendas, que significaría aproximadamente 339150 personas de bajos recursos que en esos años estarían conectadas clandestinamente en la red de distribución eléctrica (Banco Mundial, 1976:6 y 7). Una década después, SEGBA menciona la existencia de unos 390.000 usuarios que no abonan lo que consumen (SEGBA, 1987:5).

 

2. Crisis de la infraestructura y permisividad frente al consumo clandestino: ¿una política implícita?

Como hemos visto, el Gobierno Federal se hizo cargo de la gestión de la energía eléctrica metropolitana para garantizar las condiciones de industrialización y de integración de la población en un modelo de desarrollo basado en la sustitución de importaciones. Según la normativa aplicable (Ley 15336 de 1960) la distribución de la electricidad se consideró un “servicio público”, entendiendo por tal “la distribución regular y continua de energía eléctrica para atender las necesidades indispensables y generales de electricidad de los usuarios de una colectividad o grupo social determinado, de acuerdo a las regulaciones pertinentes.” (Art. 3).

Según esa norma, el servicio norma reconoce una “necesidad” que el servicio debe satisfacer (“atender”). La concreción de una necesidad general e indispensable depende de cómo se interprete esa formulación. La gestión histórica de SEGBA parece haber sido el resultado de cierta contradicción entre dos interpretaciones, o más bien, entre dos sesgos interpretativos. Uno de ellos hacía hincapié en lo que puede llamarse la “eficiencia” empresaria, como analogía a la gestión de una empresa privada en general y, por lo tanto, tendía a definir a la necesidad como aquella que puede convertirse en demanda, excluyendo de la responsabilidad de la empresa a la situación de la población que efectivamente no estaba en condiciones económicas de ingresar y permanecer en el servicio. El otro sesgo interpretativo, que podemos suponer con cierta influencia de una concepción de derecho de ciudadanía para el servicio, no habría restringido la interpretación de la “necesidad”, sino que la habría llevado a los límites de lo posible dentro de la gestión de la empresa estatal. En este caso, la empresa internalizaba esta cuestión y, de alguna manera (como veremos) la tenía en cuenta.

Al parecer SEGBA no resolvió esa contradicción. De allí las medidas tendientes a regularizar a los usuarios informales (para incluirlos en la responsabilidad formal) y a la vez en cierta flexibilidad o “permisividad” frente algunos consumos clandestinos. El resultado fue, como es de suponerse, ni una empresa eficiente y ni la cobertura del servicio.

De todas formas, el Estado tendió a garantizar un servicio eléctrico que permitiera -por la inserción en la distribución de electricidad- una integración de la población en las actividades económicas y de su reproducción cotidiana que, en una ciudad moderna no puede ser llevadas a cabo sin energía eléctrica. Para ello, la infraestructura de la distribución siguió -como vimos- el crecimiento de la ciudad.

Sin embargo, el servicio no logró garantizar a todos los habitantes metropolitanos su inclusión, dejó fuera (excluyó) a quienes no estaban en el territorio de cobertura, o bien, estando localizados en él, no cubrían las condiciones (institucionales y/o económicas) para acceder y mantenerse en el servicio. Se frustró la atención de las “necesidades indispensable y generales de electricidad”, por lo menos para una parte de la sociedad metropolitana.

Ante esa frustración reaccionaron las dos orientaciones de la gestión que hemos referido. Por un lado la repetición de campañas de regularización que en muchos casos mantuvieron una concepción del servicio público como medio de inclusión social, y aun una orientación permisiva para ciertos consumos clandestinos.

La empresa intentó eliminar el consumo clandestino, buscando la regularización de las conexiones. Para ello se propuso acciones en un nivel simbólico o cultural, para generalizar responsabilidad social, entre usuarios y empleados, por los costos del servicio; y en un nivel técnico – económico, destinado a evitar la posibilidad de conexiones clandestinas o, en su caso, a transformarlas en regulares.

De todas maneras, al parecer, esas acciones no habrían tenido una orientación uniforme, en la medida que no se dejaba de reconocer el derecho de la población a ser incluida en el servicio. De allí que su exclusión fuese una cuestión de hecho que, teóricamente al menos, podía ser atendida, sea por el mejoramiento de las condiciones de la gestión del servicio (para su transformación en usuarios regulares) o, si ello no fuese posible, por medio de comportamientos permisivos para con el consumo clandestino.

Esto significa que no sólo se desarrollaba una política de regularización para un usuario “normal”, sino que se realizaban operativos para incluir a los usuarios en condiciones especiales: intentando costos accesibles, sin cortar el servicio si existían necesidades familiares importantes (por ejemplo, si vivía gente enferma o bebés, si habían comenzado los trámites o si prometían realizarlos en breve) (Guigo, 1992: 206-208). Esa permisividad no sólo se daba respecto de la población residente en villas o asentamientos precarios. También ocurría con algunas familias ocupantes ilegales de viviendas en la ciudad de Buenos Aires. En estos casos, si bien SEGBA no permitía una inserción formal, dada la clandestinidad en la tenencia de vivienda, pese a que se podía abonar el servicio, aceptaba de hecho mantener las conexiones clandestinas, haciendo sentir la precariedad de la situación (Martínez, Navarro y Pírez, 1998).

La política permisiva era también una manera de reconocer la frustración de la orientación incluyente del servicio.

El fracaso de la gestión estatal de la distribución eléctrica fue una de las razones que se utilizaron para justificar la privatización, junto con otras que involucraban a toda la sociedad, como lo fueron los cortes de energía, debidos a las limitaciones de la generación en los años 1989 y 1990.

Esa frustración, en definitiva, se habría debido de manera directa a la imposibilidad de continuar la inversión y de sostener precios menores para la población de bajos recursos, estando esto asociado a los serios problemas de financiamiento y de gestión en general de SEGBA.

El modelo estatal de gestión de los servicios (y no únicamente en el caso de SEGBA) entró en crisis por la mala gestión a que fueron sometidas las empresas públicas (Schvarzer, 1987) y por la consecuente incapacidad de atender los problemas de la ciudad que eran cada vez más graves. En ello incidieron intereses creados, políticos y sectoriales -sindicales y empresarios

Esa inserción habitacional y urbana “informal”, supone una vinculación relativamente plena con las infraestructuras y servicios de la ciudad, junto con una muy baja calidad de residencia.

Se afectó la gestión eléctrica, particularmente, luego de mediados de los años setenta. Por esa razón desde 1980 se percibe la detención de la cobertura de la red eléctrica metropolitana (Gráfico 1). Esta situación estaría indicando dos aspectos relevantes: desde el lado de la empresa, menor eficiencia y, en particular, creciente endeudamiento y dificultad de operación y, desde el lado de la población, cada vez mayores dificultades económicas en general y de las familias de menores recursos en particular.

Ese resultado tenía por detrás varios procesos, algunos propios del sector eléctrico nacional, otros de su contexto. Entre los primeros pueden mencionarse, siguiendo a González:

“ Una regulación estatal defectuosa o inexistente que permitió una importante captación del excedente del sistema por parte de grupos de poder que se enquistaron en las empresas (contratistas, proveedores, grupos gerenciales, etc.) desarrollando acciones muchas veces concertadas sobre el poder político para eludir y desconocer los débiles intentos reguladores…..

“El efecto de la atomización y desordenado traspaso a las provincias de los servicios de distribución, . . .junto con su administración defectuosa y no regulada sometida a las necesidades del poder político. Así se generalizó la morosidad en los pagos de la compra de energía y el desorden en las tarifas a los usuarios finales con desniveles poco explicables.

“. . . ello se daba en un contexto caracterizado por el fuerte endeudamiento de las empresas estatales como consecuencia de las decisiones de la conducción económica entre 1976 y 1980, sin que ello se aprovechara en beneficio de las empresas ni de los usuarios. Las tarifas fueron generalmente manipuladas con finalidades coyunturales propias del nivel macro de la economía, a la vez que la empresas debían tomar crédito en la banca comercial con altas tasas de interés. Los recortes presupuestarios significaron el abandono de programas de mantenimiento con el deterioro permanente de los equipos. En la conducción de las empresas se impidió la formación de equipos de alto nivel. (González, op. cit., p. 42 y 43)”.

En el caso de SEGBA, se observa una fuerte correspondencia entre costos y tarifas medios hasta 1978. La empresa se endeuda y lo hace vertiginosamente en el período 1980-1981. Desde entonces le afecta el incremento de los costos financieros, que junto a la caída de las tarifas se añadió al aumento de la energía no facturada (Kozul. 1992:71).

La crisis del servicio eléctrico metropolitano fue importante y general. Sin embargo, su percepción fue asociada a la dificultad para garantizar la continuidad de la prestación en forma general, y no fue percibida en su componente de exclusión, de dejar fuera del servicio a una importante cantidad de pobladores metropolitanos.

 

3. El consumo clandestino en la gestión privada

Las empresas privadas de distribución se hicieron cargo del servicio conociendo que cerca del 27% de la energía que ingresaba a la red no era facturada (ENRE, s.f.a:64). Al momento de su privatización, el total los consumos clandestinos representaba una cantidad relevante de la facturación de la distribución eléctrica: en EDESUR el 14% y en EDENOR el 17% (Clarín, 18-1-93). En 1992, con un 24% de pérdidas totales en el área de EDESUR, las pérdidas no técnicas significaban el 15%, esto es, el 62,5% del total. De ellas, correspondía un 4% a los barrios carenciados y un 2% a las villas. Eso implica que la población de bajos recursos “colgada” representaba solamente el 6% de pérdidas, que hacía el 25% del total (EDESUR ).

La privatización de la distribución eléctrica significó la modificación de la lógica del servicio: se lo orientó mercantilmente, estructurando una relación, no ya entre proveedores y usuarios sino entre proveedores y clientes (Pírez, Gitelman y Bonnafé, 1999).

Esa modalidad se concretó en dos principios básicos: la demanda debe ser satisfecha en su totalidad conforme a lo establecido y las empresas no pueden ser obligadas a entregar gratuitamente su producto, por lo que todo suministro debe ser pagado de acuerdo a la tarifa correspondiente.

Con esa orientación del servicio, la cuestión del consumo clandestino tuvo una definición mucho más precisa que en el modelo anterior. El nuevo Reglamento de Suministro indica que cuando se encuentran “conexiones directas”, luego de eliminadas y regularizada la situación del usuario en la titularidad, la distribuidora está facultada para recuperar el consumo no registrado, cortar el suministro y emitir la factura complementaria, incluyendo los gastos de la verificación, pudiendo iniciar acciones penales. La distribuidora calcula la energía o potencia a recuperar, establece su monto y emite la factura, aplicando un recargo del cuarenta por ciento (40%), con más el interés pautado; intima al pago de la factura complementaria y procede a normalizar el suministro. El cálculo de la energía a recuperar puede hacerse retroactivo hasta cuatro años. La facturación se efectúa según la tarifa vigente al momento de emisión y se puede requerir del usuario un depósito de garantía.

La regulación no toma en cuenta posibles situaciones asociadas a los bajos recursos de la población. Más aún, las disposiciones que en un primer momento establecieron condiciones favorables para los consumos menores fueron eliminadas. Por su parte la ley reglamentaria excluyó el uso de subsidios cruzados.

Se facilitó en términos institucionales el acceso al servicio: quienes residen en condiciones urbanas informales pueden lograrlo, presentando para ello un certificado de domicilio.

En la gestión privada, la población que quiere tener electricidad debe estar localizada donde existan redes tendidas y abonar las cantidades que resulten de las normas. Quienes al momento de la privatización estaban conectados clandestinamente deben regularizar su situación, respondiendo por los consumos anteriores con más los cargos que se establecen.

La regulación tampoco distingue el consumo clandestino según las condiciones económicas de la población. En consecuencia, el usuario informal de bajos recursos no es objeto de un trato diferente de aquel que forma parte de los sectores medios y altos de la sociedad metropolitana. Este trato no diferenciado trajo serios conflictos.

 

Conflicto y regularización

En mayo de 1993, a nueve meses del traspaso del servicio eléctrico, las distribuidoras procedieron a cortar el suministro de las conexiones clandestinas y a instalar “protectores de sobrecarga” en villas y asentamientos de Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Esa decisión tuvo como consecuencia una reacción popular intensa.

El conflicto se configura formalmente como un incumplimiento privado, de naturaleza comercial con consecuencias penales (en la medida que legalmente se tipificaba como hurto). Sin embargo, rápidamente se definió como un conflicto social, debido a la naturaleza del bien cuya prestación se suspendía, entendiendo a la energía como servicio público. Simultáneamente se transformó en un conflicto político, a partir de la reacción organizada de las protestas, la forma agresiva en que se ejecutaron los cortes de energía y la coyuntura electoral en la que emergió. La primera consecuencia fue un reclamo de participación gubernamental, por la necesidad de dar respuestas que descomprimiean la reacción.

Las diferentes probabilidades de acceso que encontramos en el análisis territorial indican un primer nivel de configuración de la inclusión en el servicio: vivir en diferentes zonas dentro del área de metropolitana implica distintas probabilidades de acceder al mismo.

El conflicto se configuró de manera diferente en la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires. En la primera, donde los hechos no adquirieron trascendencia, participaron las empresas de distribución, los usuarios clandestinos y sus organizaciones, el Poder Ejecutivo Nacional y el Ejecutivo Municipal. En el Gran Buenos Aires, donde se dio un fuerte impacto social y político, fueron parte del conflicto, junto con las empresas, el Poder Ejecutivo Nacional, el Poder Ejecutivo Provincial, intendentes municipales, usuarios clandestinos y sus organizaciones. En ese momento, dados los tiempos de la privatización y su regulación, el ENRE no tenía aún participación activa.

Para resolver la situación en el Gran Buenos Aires, y luego de larga negociación, se firmó el 10 de enero de 1994 lo que se llamó el Acuerdo Marco (AM) entre las empresas y los gobiernos comprometidos (federal y provincial). El ENRE homologó sus aspectos técnicos y operativos y los municipios debieron adherir.

El AM se destinó a lograr que los pobladores de villas y barrios carenciados entraran al circuito regular de clientela de las distribuidoras; y a compensar a éstas por las pérdidas originadas en los consumos de los núcleos de población involucrados. Fue definido como de “carácter transitorio y excepcional”, con una duración de 4 años desde de julio de 1994.

Para su aplicación se definieron cuatro tipos de asentamientos: A: núcleos de viviendas sin apertura de calles, donde no es posible la regularización parcelaria, aunque por un censo se puede individualizar a los ocupantes. B1: núcleos de viviendas sin apertura de calles ni regularización parcelaria, donde es posible esa apertura y regularización. Un censo puede individualizar a los ocupantes. B2: núcleos de viviendas con apertura de calle, en proceso de regularización parcelaria y con los ocupantes individualizados. C: barrios carenciados urbanizados, con apertura de calles, regularización parcelaria, individualización de usuarios por parcela y presencia de usuarios titulares, siendo posible normalizar de inmediato colocando medidores individuales.

En los asentamientos A-B1 se colocaron medidores colectivos y, “por tratarse de una situación particular y transitoria”, se aplicó la tarifa menor que resulte de comparar la tarifa 3 (grandes demandas) con la 1 (residencial) en su cargo fijo. Las municipalidades se obligaron a la apertura de calles para permitir el tendido de las redes y a encaminar la regularización dominial. Además de colaborar para asegurar el ingreso a los asentamientos para instalar y leer los medidores, las municipalidades se responsabilizaron de formar una “comisión representativa” en cada núcleo de viviendas para recaudar y pagar el consumo de electricidad. Las empresas envían los avisos de pago a las municipalidades y éstas los entregan a las comisiones de los núcleos de viviendas.

En los asentamientos B2-C, las empresas suscriben con cada uno de sus habitantes un acuerdo por el cual durante un máximo de dos años, hasta la instalación del medidor individual, pagarán una tarifa de $12 mensuales incluidos los impuestos. Se debía suscribir la solicitud de suministro, abonando los cargos por conexión 30 días antes a la instalación del medidor. Si no se aceptase la suscripción o no se abonase el consumo mensual, la distribuidora podía suspender el suministro. En estos casos, la falta de pago originó la aplicación de los intereses que corresponden según el Reglamento de Suministro.

Las empresas distribuidoras renunciaron a reclamar el cobro de facturas, actualizaciones, recargos o intereses originados por cualquier forma de apropiación indebida, o uso irregular de la energía en los asentamientos A-B1, entre el comienzo de la concesión y el inicio de la vigencia del Acuerdo. También renunciaron a facturar consumos por hurto no registrados en los asentamientos B2-C2 hasta la fecha en que la vivienda comenzase a recibir el aviso de pago mensual. Por último, desistieron de la acción y del derecho por daños y/o cualquier otro tipo de reclamo por apropiación indebida o uso irregular de energía. Como compensación se les reconoció el valor estimado de $ 20.000.000 a cada una.

Se creó un Fondo Especial para financiar las actividades del Acuerdo Marco. El Gobierno federal aportó el IVA correspondiente a las cobranzas de los suministros de energía de los núcleos censados; el Gobierno de la provincia de Buenos Aires aportó el importe de los impuestos establecidos por los Decretos Leyes 7290/67 (10%) y 9083/78 (5.5%) relativos a los cobros de los núcleos censados; los gobiernos municipales aportaron el canon municipal (6,424%) correspondiente a esos cobros. En total, un equivalente al 39,924% de los cobros pasa a integrar el Fondo.

Los recursos correspondientes al canon municipal se destinan a cubrir los saldos impagos de los consumos en los asentamientos A-B1; los aportes del gobierno federal en primer lugar para atender los saldos impagos de los suministros de esos asentamientos luego de la compensación con el canon municipal y para atender el valor convenido de la renuncia de las empresas; los aportes provinciales se utilizan para realizar obras de infraestructura por las empresas distribuidoras para la normalización del suministro eléctrico. La liquidación del Fondo debe producirse dentro de los 60 días siguientes a la finalización del Acuerdo.

El acuerdo permitió, al parecer, incorporar a unos 640.000 nuevos usuarios regulares que, en un poco más de la mitad, correspondieron a la empresa EDENOR y que significarían cerca del 15% del total (Legisa, 2000:209). Esa cantidad indicaría que unos 3 millones de personas habrían pasado al servicio regular. Según esa misma fuente, habrían quedado sin modificar unas 50.000 familias que se encontraban en villas miseria, todo esto según el universo definido en forma inicial en el Acuerdo Marco (Ibíd.).

Correlativamente, la pérdida de energía habría bajado considerablemente, aproximándose a lo que puede considerarse pérdida técnica. Los datos de ambas empresas así lo indican (Gráfico 7). La disminución de ese indicador esconde situaciones diferentes. Con los datos que tenemos para EDENOR es posible conocer que en 1999 la disminución al 10,15%, supone en la ciudad de Buenos Aires una pérdida de 5,97%, en el área Norte de la Empresa un registro de 7,54%, y en el área Pilar de 15,07%. Esas diferencias se deben, como lo menciona la empresa, a la existencia, o no, de barrios carenciados (EDENOR, 2000:28). Los indicadores muestran que en algunas áreas de la zona de esa empresa podría suponerse que existe cerca del 10% de pérdidas no técnicas de energía. Esto es, de consumos clandestinos y que los mismos se deben a la presencia de población de bajos recursos que no se incorpora formalmente al servicio.

La aplicación del Acuerdo habría logrado una integración importante de la población vinculada clandestinamente al servicio, sin embargo habría dejado de lado a una porción relevante de ella. Además, la formación de nuevos asentamientos o el crecimiento de los existente luego de la firma del Acuerdo, habría incrementado el consumo clandestino.

La primera de esas razones se ve fortalecida cuando se conoce que la regularización de las villas (asentamientos A y B1 en el AM) fue menor que la esperada. Esto se vincularía con la falta de cumplimiento de la obligación municipal de urbanizar para permitir su posterior regularización eléctrica. Probablemente también se asociaría a la instalación de medidores colectivos que provocaron rechazos y falta de involucración individual.

Edenor y Edesur: Pérdidas totales de energía (1992-1999)

Gráfico 7 – Edenor y Edesur: Pérdidas totales de energía (1992-1999)

 

Sobre la formación de nuevos asentamientos irregulares y su posible vinculación clandestina con el servicio no existe información. Sin embargo, dado el incremento de la pobreza metropolitana, particularmente desde 1995, no es difícil que esté sucediendo.

Al finalizar la aplicación del Acuerdo Marco quedaban situaciones sin solucionar, y para ello se firmó una Adenda. Existían núcleos de consumo clandestino no modificados. En general se trataba, al parecer, de asentamientos A-B1, es decir “villas miseria”. En consecuencia se decidió prorrogar el acuerdo hasta el 31/08/2002 para culminar con la totalidad de los objetivos previstos y realizar las regularizaciones en los nuevos asentamientos. Se destinó a un universo limitado que fue objeto de un nuevo censo.

En el área correspondiente a la EDESUR se censaron para la Adenda un total de 74483 viviendas (o usuarios), de los cuales el 57,2 por ciento, esto es 42599 corresponden a barrios B2-C y el 42,8 por ciento, 31884 viviendas a Villas (A-B1). Esas cantidades muestran la limitación del AM para la regularización o el crecimiento de situaciones de irregularidad. Muy probablemente se trata de una combinación entre ambos motivos.

 

El cumplimiento de los usuarios regularizados

Otro de los elementos fundamentales para evaluar los resultados del AM es el análisis del cumplimiento de los usuarios que incorporan. En los asentamientos A-B1 si el pago no se realizaba la empresa aplicaba para cubrir esa deuda los recursos del Fondo. En las otras situaciones, los usuarios deben abonar sus consumos a la empresa quien, en caso contrario, procede a cortar el servicio. Entre esas dos situaciones se encuentra un grupo que supone una transición hacia la regularidad, en tanto no se ha conformado en B2-C. Son quienes han sido denominados “Doce pesos”, en razón de la tarifa especial que se aplica mientras están en esa transición, que en el caso de EDESUR se prolongó durante unos quince meses.

Analizamos a continuación el cumplimiento de la totalidad de los grupos, distinguiendo los tres casos. Estudiamos separadamente cada una de las empresas distribuidoras pues sólo se ha logrado información de una de ellas. El cumplimiento es analizado sobre la base de un indicador simple de cobrabilidad, construido como una proporción del monto cobrado respecto del monto de los avisos de pago. Para estudiar esto observaremos la información que corresponde al período del AM, desde julio de 1994 hasta junio de 1998.

En los casos que corresponden a la empresa EDESUR, los datos agregados de los tres grupos muestran un cumplimiento aceptable (Cuadro 4): la empresa cobró el 87,25% de la energía que distribuyó. Sin embargo, esa información esconde situaciones diferentes.

Cuadro 4 -  EDESUR: Acuerdo Marco: Cumplimientos por tipo de usuarios 1994-1998. En porcentaje - Fuente: Elaborado con información provista por EDESUR

Cuadro 4 –  EDESUR: Acuerdo Marco: Cumplimientos por tipo de usuarios 1994-1998. En porcentaje – Fuente: Elaborado con información provista por EDESUR

 

Los usuarios de los barrios pobres (B2yC), con un cumplimiento total del 94,67%, tienen un comportamiento semejante al del universo regular. En el caso de las villas (A-B1) prácticamente no se ha pagado la energía consumida, con un índice de solamente 0,19%. Los grupos que llamamos “Doce Pesos” muestran una situación intermedia: un cumplimiento equivalente a las dos terceras partes. Esas diferencias se hacen más evidentes si se percibe que mientras los Barrios recibieron más del noventa por ciento de las emisiones, sus pagos significaron casi el total. Las villas, con menos del 8% de las emisiones solamente cubrieron el 0,2% de los pagos. Esa relación se presenta también en los grupos “Doce Pesos”, aunque con una diferencia menor (Cuadro 4).

En el caso de los asentamientos A-B1 de EDENOR se percibe una baja cobrabilidad (3,69%), aunque superior a la de las villas de EDESUR.

Podemos preguntarnos si las diferencias del comportamiento en los pagos están asociadas al lugar metropolitano de los municipios, cuya significación depende de la configuración metropolitana de Buenos Aires. La localización dentro de sus coronas, por fuera del territorio de la ciudad de Buenos Aires, indica diferentes condiciones socioeconómicas de la población así como de calidad urbana en los municipios. A medida que se alejan del centro, ambas empeoran (Pírez, 1994).

Veamos los casos de EDESUR (Cuadro 5). Tanto en los barrios carenciados como en “doce pesos”, la cobrabilidad es menor a medida que se alejan del centro metropolitano. Pero no sucede eso en las Villas. Sin embargo, dado que solamente son dos los municipios con cobros, uno en cada corona, no es posible obtener una conclusión.

Cuadro 5 -  EDESUR y EDENOR: Cobrabilidad por Corona metropolitana a junio de 1998* - Fuente: Elaborado con datos proporcionados por EDESUR y ENRE.

 Cuadro 5 –  EDESUR y EDENOR: Cobrabilidad por Corona metropolitana a junio de 1998* – Fuente: Elaborado con datos proporcionados por EDESUR y ENRE.

 

 Las Villas que corresponden a EDENOR (Cuadro 5) no muestran una relación significativa con la localización metropolitana. Es interesante la “alta” cobrabilidad que se observa en la tercera corona, si bien se trata de emisiones muy limitadas, ya que representan apenas el 0,07% del total. Esto se debe a que en dos municipios (Escobar y Gral. Rodríguez) la cobrabilidad es superior al 90% y al 65% respectivamente, ya que en Marcos Paz y Pilar la cobrabilidada es nula. Podemos suponer que los primeros son casos en los que la gestión fue más eficaz.

La población de los asentamientos precarios, por lo general, no accede en forma regular al servicio, sino que lo hace de manera "informal": por medio de conexiones clandestinas, "colgadas" de las redes que pasan en las cercanías.

Más allá de la evidente exclusión de la población en peores condiciones de inserción urbana, es importante preguntarse sobre el diferente comportamiento de los diferentes grupos regularizados. Hemos visto que quienes han sido plenamente insertados en la formalidad del servicio se comportaban de forma análoga a los usuarios del universo formal, mientras quienes fueron vinculado de manera formal pero relativamente precaria (por medio de medidores colectivos) no modificaron siguieron aprovechando la energía sin realizar el pago de su precio.

Si nos preguntamos por las diferencias entre esos grupos, podemos pensar en razones objetivas y subjetivas. Entre las primeras no podemos desechar a las diferencias económicas, aunque no tenemos información en ese sentido. Debe tenerse en cuenta la aplicación en los asentamientos B2-C en forma plena de las normas de la regulación respecto de los incumplimientos. Entre las razones subjetivas debemos referir a la valoración de la inserción formal en el servicio por parte de la población. Esa valoración está asociada ala integración social correspondiendo con los cumplimientos en el mercado: integración social como clientes, frente a integración como ciudadanos. Los usuarios B2-C, pueden atribuirse esa plena integración y sentirse motivados a mantenerla.

El incumplimiento de los usuarios A-B1 puede estar asociado a que los medidores colectivos habrían disminuido el nivel de involucramiento y de responsabilidad de los miembros individuales de esos grupos. En este caso dos podrían ser las razones: esos medidores confunden situaciones individuales (tamaños familiares, actividades económicas domiciliarias, etc.) y consumos distintos. Pero además, ese instrumento, en tanto que no aporta legitimación por vía de la clientela individual, no otorgaría tampoco la sensación de integración social a través del mercado.

No puede descartarse el abandono de ese particular mercado por parte de las empresas, dado que esos consumos son cobrados con la aplicación de los recursos del Fondo.

En definitiva no parece haberse resuelto la situación de la población más excluida, básicamente por el carácter excepcional y temporal del instrumento utilizado que definió el problema como una situación coyuntural de clandestinidad (y aún de criminalidad) y no como un efecto de una situación (más que coyuntural) de pobreza.

Si las hipótesis subjetivas que hemos mencionado fueran ciertas, si la población ha sido convencida que su legitimidad social está vinculada a su carácter de cliente cumplidor, un instrumento como el AM puede disminuir los conflictos pero no eliminar los problemas.

 

Conclusión

La exclusión de la población de un servicio se vincula con tres condiciones: territoriales (por asentarse donde no llegan las redes), institucionales (por mantener una vinculación informal con el suelo) y económicas (por falta de recursos).

El crecimiento de la red de distribución eléctrica de Buenos Aires, en la medida que siguió a la expansión metropolitana tendió a generar condiciones de homogeneidad. La cobertura creció hasta 1980 produciéndose un corte en esa tendencia en dicho año. En esa tendencia a seguir la expansión metropolitana, además de contribuir a disminuir las condiciones para la exclusión territorial, formó un territorio diferenciado con la concentración en la CF y fuertes desigualdades en el resto. La vinculación de la exclusión con las condiciones económicas de la población se hace evidentes al analizar la relación entre calidad de vivienda e integración en el servicio. Además en el hecho de que, dentro de las áreas servidas, una relevante cantidad de población no se integra como usuarios formales sino clandestinos (“colgados”). Es evidente que vivir en diferentes zonas dentro del área metropolitana significa distintas probabilidades de acceder al servicio.

La atención metropolitana de la distribución eléctrica para la población de bajos recursos muestra la existencia de un problema que se mantiene en el tiempo y sin que se le de verdadera solución.

Para fines de los años sesenta existía a nivel metropolitano en torno a medio millón de personas viviendo en villas miseria.

La gestión estatal no logró integrar al conjunto de la población, excluyó a quienes se asentaban fuera del área de cobertura, a quienes no tenían una vinculación formal con el suelo que ocupaban y a quienes no podían pagar los costos del servicio. Se movió entre una orientación por la eficiencia, que no se hacía cargo de la situación de la población de bajos recursos y otra que flexibilizaba o permitía su inserción informal, en una suerte de subsidio implícito. Esa flexibilidad implicó, no la universalización del servicio, sino una actitud patrimonialista (también paternalista) que “otorgaba” un bien y sin reconocer un derecho. El servicio tendió a ser gestionado de manera tecnocrática, como algo ajeno (políticamente) de los usuarios que no tienen participación (ni la reclaman) en sus decisiones. Esa autonomía tiende a subordinar a las necesidades de los usuarios, por lo menos de hecho. Sin embargo, la gestión tampoco es eficiente empresarialmente, queda subordinada a intereses corporativos y políticos.

Con la privatización se consolida la distancia entre la población y el servicio, en especial en su definición y en los primeros años de gestión. El servicio es definido como mercadería a ser adquirida en el mercado, quedando ausentes aspectos como solidaridad y equidad. Si bien se elimina la condición institucional de exclusión, se pone en cuestión la situación de la población de muy bajos recursos. Tampoco se considera la situación de la población que por esos motivos cae en incumplimiento, al no existir ninguna previsión en tal sentido. De tal forma, se consolidó la exclusión. A ello se sumó el crecimiento de la precariedad del mercado de trabajo y de la población por debajo de la línea de pobreza. Junto a la definición privada-mercantil, el consumo clandestino se califica penalmente como hurto, dando lugar a un posible tratamiento criminalizado de la necesidad.

Las normas definen un tratamiento de naturaleza mercantil – criminal de la conexión clandestina. Su enfrentamiento como asunto público fue consecuencia del conflicto generado por la aplicación indiscriminada de esos principios. Así, el AM, que con los objetivos fundamentales de regularizar el consumo y permitir el cobro de los consumos clandestinos anteriores implicó el establecimiento de un subsidio directo, excepcional y temporal.

La gestión estatal de la distribución eléctrica se caracterizó por una importante y creciente cantidad de energía consumida y no cobrada.

Sin embargo, el AM no reconoce situaciones de imposibilidad o dificultad económica de la población. Esa es su verdadera limitación, dado que no atiende a las causas de una parte importante de las situaciones de clandestinidad. Permite la incorporación regular en el servicio, pero no garantiza la continuidad de la población de bajos recursos.

El AM, posibilitó generar recursos para aplicar al pago de los consumos de la población no plenamente regularizada. Y, sobre todo, resguarda los ingresos de las empresas que recuperan la energía consumida clandestinamente y pueden cobrar o dejar de prestar el servicio en lo plenamente regularizados o aplicar el Fondo en los demás, aplicando recursos del Fondo para financiar obras de infraestructura en los barrios incluidos.

El AM resultó ser un proceso “barato”: un subsidio temporal sobre la base de ingresos públicos derivados de la misma regularización.

Quedó sin resolver la situación de la población en peores condiciones urbanas. La falta de conocimientos sobre esos casos impide saber con exactitud cuál es la realidad. Sin embargo, puede suponerse que afectó la utilización de medidores colectivos que, además de su posible falta de equidad, no permiten “mostrar” la regularidad de la población.

 

Bibliografía

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Autor: Pedro Pírez (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas – Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Buenos Aires)

Fuente: El Colegio Mexiquense –  Red Iberoamericana de Investigadores Sobre Globalización y Territorio

 

 

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